VEREDAS LETRADAS
Las ciudades en la nueva narrativa peruana
Hasta hace algunos años, hablar de la ciudad en el Perú era hablar de Lima. Las provincias del Perú no tenían ciudades o éstas eran poco más que pueblos adosados al campo: La placita donde paseabas con la novia, el café donde se reunían los notables, las fiestas patronales que marcaban el año, la iglesia o el juzgado como los grandes referentes urbanos. Esto ha cambiado radicalmente y los escritores del Perú están dibujando el nuevo rostro de las ciudades del interior.
I
Adios al Beatus Ille
Pese a existir incluso mucho antes de la conquista española, las ciudades en el Perú como tales –es decir, lo urbano autoreconocido- son relativamente jóvenes. Hasta hace unas décadas el Perú era una sociedad altamente subdesarrollada, semifeudal y con un fuerte porcentaje rural. Fuera de la capital, uno encontraba poblaciones que habitaban en casas centenarias agrupadas en rededor de una plaza matriz que solía convertirse en mercado los días domingos. Esos pueblos eran depositarios de curas, burócratas estatales, algún cuartel y poco más. La vida se regía por las campanadas de la iglesia y, como no, los tiempos de siembra y cosecha marcaban el ciclo anual de la localidad. En la costa las novedades las traían los vapores que hacían cabotaje ya que la pesca siguió siendo artesanal hasta hace unas décadas. Mucha más presencia tenía la hacienda señorial o la comunidad campesina.
Todo esto lo hemos leído en nuestros clásicos. La ciudad era el pueblo, el pueblo era un punto anecdótico y ritual que se difuminaba en un campo rico e inmenso. La campiña era el gran paisaje vivo y lo urbano solo tenía sentido como parte de ese gran paisaje. Véase el escenario de Sara Cosecho de Manuel Robles Alarcón: el Perú como una sucesión de valles poblados por haciendas y comunidades campesinas: más que la presencia de la ciudad, cobraban más vida los cruces de carreteras con sus ferias en rededor, donde se bebía té piteado y se piropeaban doncellas.
La única excepción era Lima que durante siglos era La Ciudad y que, sin embargo, también tardaría su tiempo en dejar su aspecto virreinal, semirural y pueblerino. Los oligarcas de la novela Duque que, montados en un automóvil recorren Lima en busca de juerga, representan posiblemente la primera imagen de una Lima moderna, ya definitivamente urbana.
Los pueblos de Arguedas, Alegría, Vargas Vicuña, Zavaleta son pueblos pequeños, sacudidos a veces por decretos de la metrópoli limeña o por intrusiones de la modernidad como el aparato de radio o la luz eléctrica. Son el escenario de narrativas de formación, de recuerdos adolescentes, de búsqueda de los orígenes. Esa esencia arcádica permanece en la celebrada novela País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez, donde pese a la variedad de visitantes foráneos, a la irrupción de la música y la literatura o a la referencia de sucesos externos, la ciudad sigue siendo un espacio pequeño, muy pegada a la floresta que la rodea, muy ritual y estamental, donde todos tienen nombres
Los cambios sociales de los últimos treinta años modificaron el perfil social del país. Las tremendas migraciones del campo a la ciudad, y de las provincias a la capital, generaron nuevos sujetos sociales y también nuevos espacios. Lo urbano se reconfiguró y una nueva hornada de escritores empezaron a mostrarnos el nuevo momento de las ciudades del Perú.
La nostalgia del terruño lejano y la infancia perdida, la exaltación de la naturaleza y, en general, la carga bucólica que buena parte de la narrativa de los Andes llevaba ha dejado paso a las ruidosas carreteras que atraviesan las ciudades, a burdeles, cantinas bulliciosas, profesionales en negocios, narcotraficantes, políticos de todo pelaje, animales de la bohemia y una enérgica presencia femenina. Las ciudades del interior del Perú ya no son el reposado paraje de descanso y recuerdos. Todos los infiernos (pero también paraísos) de la urbe ya se han instalado.
II
La nueva ciudad andina.
¿Melting pot, salad bowl o, sencillamente, Windows?
La tradición y la modernidad. El masivo dilema hamletiano consumido simbólicamente por millones en América Latina. El paso de una sociedad estamental, orgánica y quieta a otra con mayor movilidad social, ahíta de contradicciones y que se hace y deshace a gran velocidad ¿Cómo lo han visto los Andes?.
Para Arguedas, el advenimiento de lo nuevo dentro de la experiencia andina era esperanzador. Aún pese al dolor, se reconocía una actitud de recibir los elementos foráneos de la novedad como perfectamente asimilables o incluso complementarios a las otras dinámicas populares practicadas desde hace siglos. El tremendo lienzo social que se brochaba en Chimbote, pese a no entenderlo del todo, le llenaba de entusiasmo. "El Perú era un caldo hirviendo donde se cocían todas las sangres". El Melting Pot, esto es, la sociedad como un espacio donde diversos elementos tienden a verse, a comunicarse y actuar recíprocamente -generando una ilusión de unidad en la diversidad- marcó durante un par de décadas el horizonte intelectual (la idea de la nación en formación, la utopía del mestizaje, o la cholificación como concepto hegemónico). Para muchos eso ha sido el proceso de transformación que ha tenido Lima en los últimos treinta años: Las olas migrantes se integran a la modernidad pero no olvidan sus raíces, no hay ruptura sino un cambio de frecuencia en un continuum vital. La migración, como empresa colectiva no exenta de dramatismos, empezó en la cuentística de Congrains y Ribeyro, para lograr su expresión más acabada en la propia narración (ejercida ya por escritores migrantes y no por residentes capitalinos) acerca de la migración, que habla del nacimiento de nuevos sujetos sociales invasores y constructores de una Lima extrañada, sea Patíbulo para un caballo de Cronwell Jara o la novelística de Miguel Almeyda sobre el emblemático distrito de Villa El Salvador. O la ciudad andinizada que se ve en las páginas de Qantu, flor y tomento de Félix Huamán Cabrera donde se escenifican las actividades públicas de los sujetos migrantes (fiestas familiares y patronales, así como su praxis laboral en Lima) y que son un perfecto ejemplo de esa cotidianidad andina adaptada a las grandes ciudades sin tantos conflictos culturales internos ni desgarros colectivos. En todo caso testimonios de reivindicación de lo oriundo como el paso más asertivo en el proceso de modernización. El migrante hace suya la ciudad y punto. La empresa de andinización de Lima parece atestiguarlo.
Pero esa conquista que hace el epos andino de la metrópoli simbólica no es tan fácil desde la narrativa de las ciudades de la sierra. Es en Cuzco donde se ve con mayor intensidad el dilema de cómo compaginar tradición y modernidad. Allí tenemos Cuzco, después del amor de Luis Nieto Degregori, donde se reflejan las contradicciones de una ciudad otrora conservadora y estamental frente a la irrupción de la migración campesina por un lado y la presencia cada vez más hegemónica del turismo internacional. Hay un regusto de amargura bastante comprensible en una ciudad milenaria cuya presencia prehispánica es muy importante para entender. La modernización de la urbe andina es una transformación agresiva, foránea, irrespetuosa y fuera del control de los ciudadanos. Si en Lima lo que vemos es una andinización generalizada de la antigua capital criolla; en Cuzco, Puno o Huamanga es un proceso casi al contrario, donde se domeña y maltrata el rostro tradicional de la ciudad, cambian las viejas costumbres, se explota turísticamente la identidad original y se desconectan las antiguas exigencias telúricas y milenaristas. Nieto, pues, nos habla de esa actitud incómoda (casi un desencanto) de la modernidad en el mundo andino. Similar desazón –aunque en un estilo más imprecatorio- se nota en la narrativa de los escritores puneños Feliciano Padilla y Jorge Flores Áybar, quienes exponen una y otra vez en sus cuentos esa tensionalidad (cultural y política) entre lo local y lo foráneo, lo tradicional y lo moderno. Desaliento que, al parecer, solo puede ser vencido por algún tipo de regreso ritual a los orígenes, por algún tipo de rescate de una identidad subterránea que, cual escudo protector, le ayude a resistir mejor (e incluso a vencer) las agresiones de una modernización que, bien pudiera ser positiva y deseable, pero que casi siempre se ha manifestado como ajena y enajenante.
Sin embargo, este escepticismo frente a la modernidad andina es solo una de las reacciones de los escritores peruanos. Conscientes casi todos del mestizaje como tejido social general de sus urbes y de la inevitabilidad de la globalización (entendida ésta como un proceso de modernización "de afuera hacia adentro") los escritores abandonan el concepto del melting pot (el mestizaje consolidado en un todo social) por el de la salad bowl, la ensaladera, donde el aliño no oculta –incluso refuerza- la diferencia de cada parte de los elementos de la sociedad: Un juntos pero no revueltos a la peruana que se apoya en la manifiesta pluralidad de espacios y sujetos sociales del país.
En esa perspectiva, la narrativa de Zein Zorrilla es valiosa, pues habla siempre de la ciudad andina en un tono distinto, donde los conflictos de la sociedad andina son mucho más variados que el manido enfrentamiento entre tradición y modernidad. En cierta manera, Zorrilla intenta ver su sociedad desde una modernidad ya instituida que redescubre lo que va dejando atrás, desde nuevos escenarios que interpelan pasado y presente permanentemente.
Pocos escritores como Zein Zorrilla han descrito con tanto detalle (y sin estridencia) los numerosos cambios que ha sufrido la sociedad andina después de la Reforma Agraria, el fin del gamonalismo y los nuevos escenarios y contradicciones que aparecieron. La propia experiencia de Zorrilla –migrante, ingeniero, empresario de equipamientos mineros- jalonada de continuos viajes por todo el país le ha ayudado a que esos cambios tomen cuerpo en personajes inusuales en la narrativa peruana: Obreros metalmecánicos, tecnócratas, profesores de baile moderno, ingenieros forestales, medianos empresarios, viajantes de comercio. Si antes los oficios citadinos eran una anécdota en el marco de la campiña andina, con Zorrilla las tareas agropecuarias aparecen lejanas, como ruido de fondo tras los problemas contemporáneos de las ciudades que Zorrilla dibuja.
En su premiada novela Carretera al purgatorio, casi toda la narración sucede a la intemperie (un autobús varado en una carretera cordillerana cortada por deslizamientos) pero la mayoría de los sujetos y los problemas tratados son profundamente urbanos. En su último libro de ficción (El bosque de Almonacid) destacan dos cuentos que ilustran esos "Andes desconocidos" pero reales: En Galarza crece tenemos una ciudad donde hay tiendas de electrodomésticos, empresas de radiodifusión y una inédita clase media. En Maestro soldador tenemos las barracas que albergan a los obreros que montan los gaseoductos (y sus restaurantes, y sus bares, y sus prostíbulos).
Sin embargo, no es Zorrilla de los que comulgan con una ciudad que sepulta los siglos de cultura sobre los cuales se erige. El pasado y el presente dialogan, se interrogan, combaten, a veces pactan. Ahí está el vis a vis que sostiene la hermana que migró a la capital frente a la que se quedó (Las mestizas de Huagil) o esa extraordinaria metáfora del autobús que termina tragado por el alud en Carretera al purgatorio.
Otro ejemplo de esta nueva perspectiva de narrar la experiencia urbana de los Andes está en la narrativa de Mario Malpartida, limeño de origen afincado ya definitivamente en Huanuco. Quizá ese sentimiento de extrañeza que puede sentir un originario del cosmopolitismo capitalino que termina fundiéndose en la vida cotidianidad de una mediana ciudad andina, haya producido la novela corta Una loma bendita, ejercicio narrativo en el cual los pobladores de una pedanía deciden convertirse en ciudad para poder ser citados en los mapas y ser reconocidos por un Otro. Son ciudadanos pirandellianos en busca de una ciudad y terminan inventándola: Fabrican sus cargos, himnos y banderas. Pero aún más, inventan su historia al mejor estilo de Benedict Anderson: buscan en la memoria, reinterpretan las viejas leyendas, crean sus propias efemérides. Incluso, como en el delicioso cuento del escritor igualmente huanuqueño Samuel Cárdich (Tres historias de amor) la invención de la ciudad es total, cosmopolita y delirante. Acá ya hay una ausencia total de tradición, pero se intenta instaurar tradiciones para el futuro. ¿No es esa la actitud de las nuevas hornadas de sujetos sociales, todos migrantes de un lugar a otro, donde el conflicto no es la recurrencia de un pasado reclamante sino la incertidumbre de construir, de inventar algo sólido, para el futuro?
Otro caso es el nuevo rostro de la Huamanga de la posguerra, donde la tensionalidad está marcada por la experiencia de nuestra guerra interna vivida en carne propia y en primerísimo plano. Pero es una tensionalidad de baja intensidad, quizá marcada por la necesidad de seguir viviendo, de seguir teniendo esperanzas de construir un futuro. Aquí, la Huamanga que dibuja Julián Pérez en Retablo es una ciudad donde las cosas no se olvidan (no pueden olvidarse) pero se intenta seguir viviendo, estudiando, bailando o haciendo el amor. Marco Cárdenas va más allá en algunos de sus cuentos huamanguinos (La madre de Joaquín, Las antropólogas, Mi amante incondicional) plenos de erotismo y hasta de lujuria, donde la urbe andina pareciera componerse de estudiantes juergueros, profesionales obsesos y funcionarios mujeriegos.
¿Ruptura versus continuidad? ¿Una narrativa aún comprometida con sus raíces culturales es reemplazada por otra bastante más relajada, cínica y ahistórica? Más bien lo que hay es una diversidad de perspectivas sobre la nueva conformación urbana en los Andes, una diversidad contradictoria pero no antagónica. Es decir, en el espacio cordillerano coexiste un pesimismo sobre el destino de una identidad hollada por elementos ajenos, pero también una mirada que se fija en muchos otros detalles de la modernización, y también la experiencia de ver en el humor, el erotismo y la picaresca mejores ángulos –quizá menos traumáticos- de narrar esta nueva sociedad que se va consolidando. Aquí podríamos agregar la última novela de Christian Reynoso Febrero lujuria, donde pareciera que la mejor manera de narrar sobre el tejido social de Puno es bajo la loca sinergia de las celebraciones de la Virgen de la Candelaria.
Quizá esto nos lleve a ver la nueva sociedad peruana no en la clave culinaria de caldos o ensaladas sino más bien -¡como no!- en el paradigma fundacional del siglo XXI: Las Nuevas Tecnologías. Las sociedades andinas no serían necesariamente el campesino tradicional reconvertido en ciudadano internacional, ni la conciencia indigenista en lucha contra los elementos cosmopolitas. Más bien hablaríamos de la nueva sociedad peruana como de los programas de Windows que suelen actualizarse cada cierto tiempo por mor de los nuevos problemas, experiencias y protocolos a las que son inevitablemente sometidos. El Ande modernizado sería, dada la pluralidad de miradas literarias, un proceso que aún no termina y en la cual se sigue aprehendiendo cosas nuevas desde una experiencia anterior, donde lo nuevo obliga a echar mano de lo viejo para seguir en esa ruta hacia quién sabe donde. Como en la física de Einstein, las sociedades andinas abarcan elementos que no se crean ni se destruyen, sólo se transforman.
III
La ciudad era una fiesta. Bohemia, placer y melancolía en las ciudades de la costa.
Si en los Andes la ciudad quieta, tradicional y cerrada ha pasado a ser percibida como una urbe actual, móvil y abierta; las palúdicas ciudades de la costa, perdidas cada una en la inmensidad del litoral se han convertido en puntos brillantes de festividad y jocundia.
Las transformaciones de la sociedad peruana en la Era de la Información son innegables y han sido admitidas y procesadas por la mirada de nuestros escritores. En un cuarto de siglo, las migraciones masivas de un lado a otro del país se han yuxtapuesto a violentos cambios en la estructura económica, mientras que las dinámicas políticas sufren una permanente crisis de representación. En ese telón de fondo, las nuevas tecnologías de información y la globalización económica están resituando viejas y nuevas relaciones sociales (digamos, como ejemplo, que las cabinas de Internet son el nuevo espacio masivo de los jóvenes, como antes pudieron ser las esquinas o las discotecas).
Y una de las características de las ciudades en la costa es la fuerte presencia de la juventud y, por lo tanto, que la narrativa de esas ciudades sea una narrativa en clave joven, atravesada de fiestas, alcohol, sexo, música y, como no, violencia. Así aparece la ciudad de Huarmey en los relatos de Teófilo Villacorta Cahuide (De color rojo) como un entorno en permanente fiesta y harta cerveza.
Pero también la visión ácida y socarrona de Miguel Arribasplata en Bajada de Reyes, donde pinta la vida universitaria en la ciudad de Tacna. Una universidad corrompida ya por el fujimorismo, donde profesores sinvergüenzas y estudiantes arribistas se ayuntan en un clima de tremenda mediocridad política. (Algo destacable, ya que rompe con la tradicional imagen de la universidad peruana en la narrativa de casi todo el siglo XX, llena de utopía y heroísmo políticos). Arribasplata nos muestra la universidad de la posguerra, mucho más cínica y banal, pero no exenta de las pasiones y miserias humanas. La estudiante embarazada por el profesor sinvergüenza, puede ser trivial, juerguera y vanidosa; pero termina enfrentando la terrible y traumática obligación de abortar. O la caterva de estudiantes timberos que termina arbitrariamente denunciada como célula subversiva del PCP. En los fastos de la fiesta siempre, siempre, navega el regusto de la amargura.
Sin embargo, donde se ha concentrado esta nueva narrativa que redibuja el paisaje de las ciudades costeñas es en Chimbote, un caso peculiar -virtualmente único- de cómo una de las ciudades más jóvenes del Perú termina convirtiéndose, por cantidad y calidad en la producción de textos, en uno de los faros literarios del país.
Desde la novela trunca de José María Arguedas, Chimbote se ha convertido en una propuesta sobre los caminos de modernidad que ha vivido el Perú en casi medio siglo: La empresa colectiva de la migración, el proceso de nueva maduración de la cultura andina bajo el capitalismo, los cambios en la movilidad social, el optimismo popular del auge de la pesca de la anchoveta, la lucha social de un pueblo que tuvo una experiencia fabril muy intensa, la búsqueda y experimentación de nuevas propuestas musicales, la (re)creación de una cultura popular urbana que bebe de diversas fuentes.
Chimbote como ciudad literaria ya comienza en los primeros cuentos de Oscar Colchado sobre la ciudad, remarcando el sello de la migración en la construcción de la urbe, es descubierta permanentemente por la generación del grupo literario Isla Blanca y empieza a ser ya recreada en su pasado mítico por escritores como Miguel Rodríguez Liñán (Leyenda del padre) quien reconstruye la bohemia de un puerto perdido, Braulio Muñoz (Alejandro y los pescadores de Tancay) que pone el acento en el mar como un personaje indesligable de Chimbote y Fernando Cueto (Lancha varada, Llora corazón) que invita a la memoria de la ciudad. A esto unamos la voz de jóvenes narradores y poetas chimbotanos como Ítalo Morales, Enrique Tamay o Ricardo Ayllón. Y la lista sigue, pues hablamos de una ciudad que cuenta, ella sola, con seis revistas de literatura y es capaz de reunir centenares de oyentes en recitales y presentaciones de libro.
Sus escritores han presentado a Chimbote como un espacio donde el sufrimiento y la alegría van de la mano, donde la peor explotación coexiste con estallidos de placer, pero sobretodo nos ofrecen una ciudad plural, festivamente plural: Toda historia de Chimbote se abre en escenarios simultáneos, cada uno con sujetos sociales distintos. El arenal y las playas, el puerto y la fundición, los olores de la sanguaza y las cervezas, el mercado, las casas de esteras, los burdeles y los colegios estatales, las bolicheras y las veredas gigantes de la ciudad. Por ellas pasean alcaldes y delincuentes, curanderas y migrantes, pescadores y burócratas, patrones de lancha y músicos de orquesta; todos tienen su pequeño papel en la polifónica historia de la ciudad. En ese magma, no es de extrañar que el escritor y editor Jaime Guzmán Aranda imagine en un cuento a Oscar Wilde chupando en sus cantinas.
Una ciudad que, además, ya ha fabricado su propia memoria pese a su prontitud de edad. Y ha de ser, qué duda cabe, una memoria en clave post-adolescente, fiestera, una nostalgia de años idílicos en los que –al margen de las luchas políticas y sociales- se bailaba, se bebía, se jugaba al fútbol y se practicaba masivamente el sexo. Chimbote eran las noches rumbosas en El Saoco, las jornadas de abundante y depredadora pesca, los domingos de fútbol vibrando con el José Gálvez de Otorino Sartor y César Cueto, los éxitos musicales de los primeros conjuntos peruanos de música tropical –señaladamente los chimbotanos Los Rumbaneys y Los Pasteles Verdes-, la rutina de los burdeles, los cumpleaños de los patrones de lancha o los pescadores afortunados, humedecidos en cantidades industriales de cerveza. Dichosa melancolía.
Sin embargo, no es un placer banal pues en las mismas historias aparecen los sueños políticos y literarios, la religiosidad popular, los comienzos heroicos de la teología de la liberación y, como no, la huella de Arguedas en la ciudad.
¿Es el discurso literario de Chimbote un producto local difícil de extenderse al resto de ciudades del Perú? Por un lado hay que reconocer el carácter único, francamente excepcional, del que llegó a ser alguna vez el primer puerto pesquero del mundo. Sin embargo, buena parte de la historia de Chimbote es la historia de la transformación de las ciudades peruanas. Pareciera que se cumple el canon que Arguedas marcó para referirse a Chimbote en particular y al Perú en general: La emergencia de nuevos sujetos populares, de nuevas prácticas sociales, de nuevas dinámicas culturales. Lo cholo y lo criollo, en estado puro y a la vez ya intoxicados, que pasean sus existencias entre oportunidades fallidas y aprovechamientos bellacos, que pactan resistencias, que administran su ritmo vital entre el derroche súbito y la eterna precariedad.
IV
La Amazonía urbana. Una ciudad sexuada y feliz
Soy de los que creen que en la Amazonía se está escribiendo el futuro de la literatura -y quizá- hasta de la cultura peruana. Frente al anecdotismo personal, al pirateo de la crónica periodística y al eruditismo posero al que es tan afecta nuestra literatura capitalina; la última narrativa de Loreto y Ucayali pareciera decirnos que la literatura amazónica es la más viva, festiva y erotómana de la literatura peruana.
Ya desde la tórrida ceja de selva, aparece la memorable novela del escritor huanuqueño Andrés Cloud (Ay Carmela!). Una novela que aparentemente trata sobre un burdel pero que, a la larga, termina siendo buena parte de la historia de Huánuco contada desde uno de sus rincones secretos. Andrés Cloud, escritor de prosa jocunda, menciona uno de los locales imprescindibles de toda ciudad que se precie de llamarse tal. El prostíbulo se asienta en las ciudades que se desarrollan y cobran ya vida independiente. Porque un prostíbulo no es un simple lugar donde se ejercitan coitos. En un burdel se pactan acuerdos políticos, se ganan fortunas, se encuentra la inspiración artística, se reflexiona sobre el sentido de las cosas. El burdel no es el
Así, tenemos la Pucallpa que pinta Welter Cárdenas en Los días escondidos y, sobre todo, en Libélulas rumorosas de la noche como una explosión de sexo y cotidianidad, donde casi todas las cosas que uno aprende sobre una persona se conocen en la cama. Las pulsaciones del sexo se transmiten en todo momento por las calles y las avenidas, en las comidas y los tragos de la selva, en la manera de hablar, en los encuentros de amigos en los parques. Esa festividad natural es recibida con extrañeza y asombro por los extranjeros, entre ellos los limeños, pero para los urbanitas de la amazonía no es nada del otro mundo. A diferencia de otras ciudades del Perú, y a riesgo de parecer machista, lo que nos dice la actual narrativa amazónica es que sus ciudades, para empezar, tienen sexo, resuman sexo. Y, como en casi todos los capítulos de los relatos de Cárdenas, también tengan nombre de mujer.
Sin embargo, no hablamos de relatos pornográficos o estilos sensacionalistas. No vamos a encontrar finales tremendos. La vida sencilla de los mortales no ha de ser tan abundante como en las noticias de la prensa amarilla. La vida sigue, continua en la abundancia de nuestros días. La vida no se acaba en un coito, ni mucho menos en una pelea de pareja. Las cosas suceden. La aportación de la narrativa amazónica está no en tratar el sexo de forma exhibicionista y vocinglera sino en proponernos entender el placer del sexo como una parte integrante y abierta de nuestra cotidianidad.
El ejemplo mejor logrado de esta narrativa vitalista está en Hostal amor de Cayo Vásquez. De momento, "La Novela de Iquitos". Novela igualmente plural, la gran belleza de este libro es enseñarnos cómo desde los burdeles de Iquitos uno puede percibir la extraordinaria multiplicidad de una sociedad, incluyendo sus miserias diarias. Sin necesidad de hacer un ensayo sociológico, Cayo Vásquez nos dibuja la excitante cotidianidad de la urbe amazónica: Allí están los prostíbulos de carretera, cada uno con su propia historia, que reflejaban en su trayectoria los recientes sacudones sociales del Perú (el boom del petróleo, la entronización del narcotráfico, la espiral de la violencia política) y también están escenas de opulencia inaudita como las fiestas de la DEA -célebres por sus ensaladeras rebosantes de cocaína y marihuana- donde circula el licor más caro, la droga más pura y la prostitución más fina; peligrosísima combinación que se traduce en muertes por sobredosis, masivas broncas de sujetos alcoholizados y explosiones de violencia gratuita contra cualquier población vulnerable. Si uno quiere, por ejemplo, conocer la magnitud de nuestra semicolonialidad, Hostal Amor es un muy buen indicador.
Así tenemos que siendo literatura erótica se nos aparece además una literatura social, alternando la narración personal de las andanzas sexuales de cada uno con fogonazos que nos remiten a la más sincera denuncia política. Las historias privadas terminan convirtiéndose en retratos de la sociedad en un alarde vargallosiano de novela total.
Este perfil erotizante de las ciudades amazónicas no es otra cosa que la consolidación del sexo popular en nuestra narrativa y una nueva ventana a ese nuevo país que se está construyendo en el siglo XXI y donde, quizá, estemos ya pasando de ser un país de pajeros a otro donde se disfrute el sexo de forma más plena y democrática.
V
Nuevas ciudades, nuevos sujetos, nuevos personajes
Toda esta nueva narrativa que se está construyendo (y reconstruyendo) en esos otros espacios del país ha producido, por fuerza, nuevos personajes.
El brichero, posiblemente, sea el personaje literario –bastante más literario que real, según afirman muchos- más popular de la literatura peruana en los últimos años. Producto indirecto de la industria turística nacional, estos andean lovers son reflejados en la narrativa de Mario Guevara y otros epígonos. En sus andanzas se dan la mano la picaresca como estilo, el acceso local al horizonte cosmopolita y una vía adicional a las sublimaciones sexuales tanto del autor como de los lectores.
El narco, curiosamente, no es un personaje tan mencionado como debiera ser dada la importancia de la economía de la coca en el Perú. Estereotipos aparte, debemos a escritores como al pucallpino Walter Pérez Meza (Morir en Pucallpa, El emperador invisible) y al tingalés Eli Caruzo (El mejorero) un acercamiento más auténtico de este sujeto social que gozó de inapelable popularidad en los años ochenta, cuya alargada sombra aún se siente y que representa, nos guste o no, una apuesta equívoca y torturada de nuestra modernidad más peruana.
Sin embargo, también han aparecido otros sujetos que, sin traspasar la legalidad ni la moralidad, están enriqueciendo un panorama que parecía poblarse sólo por gamonales, pongos, jueces, comuneros, maestros y militares. En las novelas de Zein Zorrilla, en los relatos de la joven narrativa chimbotana o en las historias ya citadas de autores puneños, cuzqueños, ayacuchanos o loretanos; nos encontramos con periodistas y universitarios, empresarios y choferes, burócratas y cachueleros, profesionales de alto standing y peluqueros free lance.
Finalmente, la mujer cobra un papel cada vez más protagónico esgrimiendo madurez e independencia (pienso no sólo en la tremenda personalidad de las mujeres en la narrativa amazónica -mujeres, literalmente de armas tomar, como las protagonistas de La guerra del sarjento Ballesteros de Jaime Vázquez Izquierdo- sino también en la obra de la escritora puneña Zelideth Chávez) en la vida ciudadana, en el campo laboral y, como no, en la sexualidad. Pese a que el número de narradoras aún no despega en provincias, la mujer ya camina con fuerza en las veredas letradas desde hace mucho tiempo.
VI
Breve coda limeña
Como insinuamos al principio de este ensayo, aún no se consolida una narrativa que nos hable del nuevo perfil limeño escrita por los propios protagonistas de la tremenda transformación experimentada en la gran ciudad durante el último cuarto de siglo (me refiero a las últimas hornadas de jóvenes escritores provenientes de los conos de la ciudad). En cierta manera, no tenemos un equivalente en narrativa a la poética del vate Domingo de Ramos.
Nos animamos a decir que, con la lectura de algunas novelas de escritores residentes en la capital por años, podríamos insinuar que la nueva Lima no se reduce a una entelequia caótica y estridente al estilo anónimo de las metrópolis tercermundistas, sino además que esta mugrienta ciudad en su vientre lleva nuevos sujetos sociales que buscan otros caminos de socialización y de construcción.
Así, Carlos Rengifo –virtual padre del realismo sucio a la peruana- nos ofrece una Lima de sujetos marginales, no solo económica sino social y culturalmente, que se refugian y medran en los agujeros negros de la ciudad. Otrosí el caso de Miguel Idelfonso, cuyo Hotel Lima es la visión desencantada que, desde los márgenes de una identidad social pauperizada, se tiene de una ciudad engullida por la violencia política. En esa perspectiva, la novela de Martín Roldán Ruiz Generación cochebomba parece decirnos que esa nueva Lima, ajena a cualquier manipulación simbólica por parte de la literatura oficial, es la que nace de una valiente y directa interpelación con la memoria de nuestra guerra interna.
La idea es que, además de esa Lima como ciudad pudiente más emparentada con Miami que con sus homólogas peruanas, podamos leer otra ciudad aún escondida o sencillamente no escrita, cuyos códigos culturales y sujetos sociales sean muy distintos del habitual menú literario de inconformes estudiantes de universidad privada, romances de freaks y anecdotario clasemediero internacional. Si Iquitos o Chimbote ya tienen sus narradores e incluso sus novelas, la polifónica megaurbe limeña aún espera por su Gógol.
VII
Conclusiones. Significación de las veredas letradas
Después de este recorrido ¿podemos hablar de una narrativa urbana de provincias, de una narrativa de la ciudad? La respuesta es no.
Y no porque el término de narrativa urbana suele estar inspirado en los modelos occidentales de dicha narrativa. De una narrativa urbana esperamos escenarios multitudinarios, protagonismo de elementos industriales y mecánicos, filosofía de la soledad moderna o ciudadanías unidimensionales. No hay nada de eso. Y no hay nada de eso porque la experiencia urbana del Perú ha sido distinta de la experimentada en otras latitudes. Hemos tenido una urbanización heterodoxa, propia de países muy pobres, de sociedades semicoloniales y con un fuerte contenido etnocultural previo a la urbanización. En un país de persistentes economías locales, construido con formas culturales estamentarias, de poca movilidad social y con un mercantilismo enano ¿Qué ciudad podíamos construir? Muchas, pero distintas a las metrópolis europeas o norteamericanas. En el Perú hablamos de otra ciudad.
Desde esa distinción, en el Perú se nos presenta lo urbano desde otra perspectiva: El ejercicio de ciudadanías locales ajenas a los aparejos administrativos e incluso institucionales, la cohabitación con el pasado (la persistencia de la vieja arquitectura en un entorno donde lo nuevo suele ser relativo y volátil), la peculiar relación-¿articulación? con el campo, el mar o la floresta circundante, donde no existen ciudades cerradas sino espacios de donde aún se puede huir o conquistar.
Así, nos queda una urbanización caótica, desorganizada, precaria, producida por las masivas migraciones debidas a la crisis económica o la violencia política. Una urbanización, además, hecha vertiginosamente en un tiempo de poco más de veinte años y bajo la presión de la globalización económica y el impacto comunicacional de las nuevas tecnologías. Hubo un tiempo en que mandar una carta a Moyobamba (San Martín) era casi como mandarla a Mongolia. Ese tiempo murió y hoy aguarunas, tricicleros y grandes comerciantes de feria pueden comunicarse casi instantáneamente.
El carácter urbano es distinto y eso se ve en su literatura. Nuestras ciudades crecen pero siempre las tenemos a escala humana, albergan desarrollo económico pero también miseria integral, estallan en una pluralidad de sujetos que, sin embargo, están condenados a comunicarse. Tienen pocos años de vida pero ya empiezan a construir su memoria. Reclaman su derecho al goce aunque la precariedad institucional y material los obligan a negociar cotidianamente su vida. Lo nacional coexiste con lo local, las autopistas que atraviesan y dividen las ciudades son recorridas por autobuses, grandes camiones, pequeñas combis y mototaxis casi por igual. El gran valor de nuestra narrativa está en no habernos dado una ciudad copiada para atarantarnos sino en presentar los diversos caracteres urbanos que habitan en cada una de nuestras ciudades. Tenemos ciudades propias, como literaturas propias.
Ángel Rama nos dio el concepto de ciudad letrada para describir como el universo nacional de intelectuales y profesionales de la palabra escrita no era un mero circuito de textos sino parte de un mecanismo de hegemonía sociocultural y dominación política. Gonzalo Espino fabricó el término de aldea letrada para referirse a esos pequeños espacios por donde circuló literatura escrita en quechua. Cuando quise buscar un símil para denominar el sentido urbano de esta narrativa contemporánea off-Lima vi que un término como ciudad, región o incluso barrio letrado era insuficiente. Esos términos aluden a algún tipo de comunidad de escritores, implica un circuito interno en el cual los hacedores de la palabra escrita intercambien sus textos y aprendan entre ellos. Ese caso se da, en la medida de lo posible, quizá solo en Huánuco y en Chimbote. Y yo no estaría tan seguro.
Sin embargo, nuestra narrativa, por más esparcida y fragmentada que pueda estar, no es un coro de escritores solipsistas ajenos a los cambios del escenario donde escriben.
Por eso, prefiero hablar de veredas letradas, caminos por donde todos los escritores, abogados que explotan su bilis literaria en el momento menos oportuno, poetas aficionados pero obsesionados por las plaquetas, universitarios editando revistas literarias electrónicas, maestros de primaria celosos de sus autoediciones de cuentos infantiles (muchos de ellos con el anuncio de canónicos), heroicos escritores que tratan de contagiar su pasión literaria a las calles de Jauja o Barranca; en fin, caminan con autoridad, discurren y comunican una producción bizarra que pese a sacar tirajes de miles de ejemplares no tendrá sitio en el mercado del establishment. En fin, cualquier paisano que tome la creación literaria en serio más allá de las prosaicas limitaciones de nuestra cruda realidad, ése va por nuestras veredas, nos guste o no. Esa es, a pie, nuestra literatura.
Somos una literatura de vocación heroica. De escritores del Weimar de 1925 que quieren seguir haciendo literatura en el 2007. Porque desde las veredas de Preslauberg nos empeñamos en transitar por la Calle Real del Cuzco hasta el Quartier Latin y alcanzar la calle limeña de Quilca, subir por la Cuesta de Moyano en Madrid, muy cerquita de la moscovita calle del Arbat y terminando cantando tangos borrachitos en el barrio bonaerense de San Telmo. Las ciudades de hoy ya no se imitan o fusionan, solamente se buscan. La creatividad la ponen los escritores.
Y aquello -las veredas- nos pone limitaciones. Difícil será atravesar una ciudad caminando por sus veredas. Desde las veredas difícilmente podemos ver la totalidad de la urbe, de vereda en vereda podemos perdernos. Aunque la vereda también es la independencia, sea del dueño de la pelota, del novio de la más querida, o la ruta masiva de los trabajadores que desfilan reclamando más poder.
Pero, por otro lado, estar en las veredas es estar al lado de nuestros semejantes, es negociar boca a boca, es tener acceso a sensaciones y maneras, es vivir la vida directamente. Los escritores mediáticos andan sobre las avenidas transnacionales, avenidas impolutas que se sostienen en un mundo virtual engullido por la cultura del espectáculo. Los escritores peruanos de hoy caminan bastante más abajo, por unas veredas llenas de tiendas de celulares, carritos de comida, locales partidarios, casas de citas, postas médicas raquíticas y cantinas rebosantes.
Y en esos lugares se ha de hablar. La ventaja de ir por veredas letradas es que conectas directamente con el principal soporte de la cultura popular peruana: La oralidad. Nuestras ciudades letradas, nuestra literatura –la oficial y la general- es oral, casi vocinglera, recita el apotegma de César Vallejo "Todo acto o voz genial, viene del pueblo o va hacia él".
El futuro de la literatura peruana discurrirá –como ya lo viene haciendo- por veredas (y no por ciudades) letradas. Resquicios donde navegue la impresionante riqueza de la literatura nacional. El grueso de los escritores peruanos son entelequias personales donde, cada uno, intenta reflejar, enmarcar o engastar un pedazo de su identidad local interpelada -con fuerte interpretación individual y penetrante testimonio ambiental- para convertirlo en verso y narrativa. Frente al vergonzoso silencio de la crítica literaria oficial, se abre una veta de escritores peruanos sin complejos y con una asunción crítica de todos los detalles formales del aprendizaje de las letras en Latinoamérica.
La literatura peruana no es urbana, pero enseña a los demás los recovecos de una (nuestra) urbanidad original y, por lo mismo, vigente. Puede ser muy local, pero lo ha hecho preocupándose de los grandes dilemas universales. En el Perú, la preocupación por una aldea de campesinos o una caleta ínfima de pescadores, nos quiere dar argumentos para hablar de una novela que nos explique si podemos cambiar la historia, a qué enfrentarnos, dónde buscar lo que nos alimente o, sencillamente, cuándo dejará de joderse el Perú.
En otros países, la novela urbana pueda ser incluso una moda. Aquí, nuestra novela de las ciudades es, básicamente, una pregunta sobre nosotros mismos.
Lima, Noviembre 2007.
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